En los últimos días, la Región de Murcia ha sido testigo de un espectáculo político bochornoso en materia de vivienda: un decreto que prometía dar respuesta a la emergencia residencial ha sido rechazado en la Asamblea, y el responsable principal —el consejero de Fomento, Jorge García Montoro— parece más preocupado por las excusas que por asumir responsabilidades.
García Montoro presentó a bombo y platillo un “Decreto-Ley de medidas urgentes en materia de vivienda y ordenación urbanística” para poner en el mercado 25.000 viviendas asequibles, especialmente para jóvenes y familias de rentas medias.
Según él, esta norma era una “innovación sin precedentes en España”: agilización de trámites, primas de edificabilidad, panel de impulso urbanístico, eliminación de burocracia. Se supone que es fruto de diálogo con promotores y agentes del sector. Pero, al final, su gran apuesta se ha quedado en papel mojado: la Asamblea ha tumbado el decreto.

En lugar de asumir su derrota, García Montoro ha lanzado un discurso de victimización. Ha culpado a la oposición —PSOE, Vox y otros— por “desperdiciar la oportunidad histórica” y por formar “parte del problema, no de la solución”. Según él, esos partidos han “bloqueado una norma que permitiría poner más vivienda asequible en el mercado”.
Sin embargo, esa narrativa queda débil frente a la realidad: si realmente había consenso suficiente con agentes del sector, ¿por qué no garantizó apoyos parlamentarios sólidos antes de llevar la norma a la Asamblea? ¿Dónde estaban sus estrategias para evitar un rechazo tan previsible?
El consejero defendía que estas viviendas serían realmente asequibles: incluso se dijo que una vivienda tipo de 90 m² costaría entre 160.000 y 170.000 euros. Eso podría pasar por “asequible”, si no fuera porque muchos ciudadanos con rentas medias o bajas apenas pueden cumplir con esa cifra en la Región, especialmente con las condiciones actuales del mercado inmobiliario.
Además, el precio de 1.840 €/m², aunque por debajo del mercado libre, no es una ganga si sumamos otros costes (suelo, licencias, plazos, etc.). Si estas viviendas no van a suponer una opción real para los que más las necesitan, el decreto queda en una medida cosmética más que transformadora.
García Montoro prometió declarar de urgencia todos los trámites administrativos vinculados al decreto, para reducir plazos a la mitad respecto al proceso habitual. Pero esa urgencia convertida en promesa se estrella contra la lógica parlamentaria: un decreto-ley lleva camino de derrumbe si no genera apoyos. La declaración de emergencia no basta si no se han asegurado los cimientos políticos.
Lo más grave no es solo el fracaso del decreto: es que, a estas horas, García Montoro no ha dado la cara con seriedad suficiente. En lugar de asumir sus errores —planificación política fallida, subestimación de la oposición, cálculos optimistas— se refugia en comunicados amargos acusando a los demás. Esa falta de autocrítica revela una debilidad de liderazgo alarmante.
Cuando se lidera una política tan sensible como la vivienda en una región con una emergencia residencial palpable, no basta con discursos triunfalistas. La ciudadanía exige responsabilidad, transparencia y, sobre todo, resultados. Y García Montoro ha demostrado que sus luces retóricas no se traducen en gestión efectiva.
El consejero ya ha sugerido que parte del decreto podría volver como “proyecto de ley” para salvar algunas de las medidas más interesantes. Pero esto suena a parche: si su decreto original no tenía los apoyos necesarios, trasladarlo a proyecto de ley sin cambiar nada sustancial podría ser más de lo mismo.
Además, el Gobierno regional habla de “recuperar medidas” específicas, pero no ha ofrecido un plan claro para reactivar el diálogo con la oposición de forma constructiva ni cómo garantizar que esos 25.000 pisos no queden otra vez en el cajón.
García Montoro ha apostado todo por una jugada ambiciosa, vendida como innovadora y urgente, pero al primer golpe parlamentario ha fracasado. No solo eso: su reacción ha sido desviar responsabilidades, señalar a la oposición y mantener un silencio incómodo pese al impacto social del rechazo.
La vivienda no es un juego de estrategia política: es un derecho, una necesidad para miles de personas. Y el consejero de Fomento tiene la obligación no solo de prometer, sino de rendir cuentas, asumir sus errores y proponer soluciones reales, no meros discursos.
Si no lo hace, este fracaso no será solo suyo: será un error colectivo que pagarán los jóvenes, las familias y aquellos que confiaron en su plan.